De Mar del Plata a Japón: el diario de viaje del @hombrebarrenador
Visitas a museo, viajes en tren rápido que desilusionan un poco y un picnic tomando sake. Nuevas experiencias en la tierra del sol naciente.
La despedida de Tokyo y el recibimiento de Takayama fue de la misma forma: con la famosa agua nieve. Y digo famosa en un sentido irónico, porque es la famosa “ni chicha, ni limonada”. Cayeron copos de nieve sí, pero sin la gracia de la que supimos disfrutar los marplatenses en el año 1991. Acá descendió con torpeza y acompañada de viento.
Sin tener plena consciencia de lo que estaba haciendo me tomé un tren desde la capital de Japón hacia el norte. La distancia: casi 500 kilómetros. Me asaltaron recuerdos de viajes soporíferos desde Mar del Plata – Buenos Aires así que me dije: “Veamos qué onda el famoso Shinkasen”. El célebre tren bala japonés alcanza los 320 kilómetros por hora. Además, sostienen los que saben (no como yo, que sé tanto de trenes como de overlock) que es el más eficiente y eficaz del mundo. A ver. Momentito. Rápido es. Ni te das cuenta de que vas a esa velocidad. Puntual también. Limpio, obvio estamos en Japón. Pero eso es todo. Tenía expectativas, mejor dicho fantasías sobre un tren supersónico en el que vendría Robotina a traerme el pedido de arroz con leche y canela y, pasarían películas de Minguito en forma de holograma en cada asiento. Incluso, la posibilidad de elegir el aspecto del guarda del tren, por ejemplo con la cara de George Clooney si quisiera. Pero no. Sólo un pequeño asiento que me apenaba de lo apenitas que se reclinaba. Para colmo de males (me encanta esta expresión. Nota mental: usar esta frase más seguido) no había hecho reservas en el vagón, por ende el guarda que no tenía la cara de George Clooney, ni siquiera la de Fernando Bravo, me dijo que no podía permanecer en dicho vagón sino en el último que era para personas sin reservas. Con amabilidad de tatemae (sino te acordás que era el tatemae leé la crónica anterior) le respondí “Sumimasen” y me incliné. Pero hete aquí, que dicho vagón estaba completo. ¿Y ahora? Me quedé parado en una sección entre vagones y noté que estaba en la misma situación que dos alemanes que se apellidaban Rummenige y Litsbarksi. Rubios, barbudos y ropa NorthFace. Charlamos y al toque mientras me comentaban el recorrido que estaban haciendo descubrí que en uno de los vagones había lugares disponibles. “Ma’sí que me vengan a sacar”, pensé y convencí tras varios argumentos a los alemanes para aprovechar la oportunidad. Me senté y disfruté de la transformación del paisaje a través de la ventanilla. Los poblados se despoblaban, y las montañas cubiertas de nieve ganaban lugar en mi visión. Una corriente de agua color turquesa nos hacía la segunda y el sol … (es lindo el sol cuando quiere el guacho) el sol brillaba sobre pequeñas casas de madera que muy cada tanto asomaban. Así estaba, embobado hasta que bueno… Sucedió. En una de las paradas subieron varios japoneses y se quedaron en la zona donde yo me encontraba antes. Seguramente no habían reservado lugar y como el vagón correspondiente estaba completo estaban parados. Y me miraban. O eso sentí. En especial una quien parecía ser la versión femenina de Pat Morita. Es decir: Pata Morita. Busqué perderme en el paisaje pero sus ojos me aguijoneaban como un acupunturista borracho. Miré a los alemanes pero estos me pusieron cara de “vos nos trajiste acá”. Sé que estuve mal. Lo sé. Pero acaso en tiempos de aceleracionismo del capitalismo, en un mundo dominado por grandes corporaciones, con democracias cada vez más débiles en camino a la desintegración social y con futuros policías marca Tesla controlando cada ápice de nuestras vidas, acaso podemos determinar qué está bien y qué está mal ¿Realmente podemos? Sí a vos te lo digo. Y también a Pata Morita. ¿Podemos?

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Para el guarda del tren sí. Así que me invitó amablemente a que abandonara el asiento y me quedara de pie.
Takayama es un pueblo fantásticamente hermoso custodiado por colinas (disculpen por esta construcción tan burda, pero no hay una mejor). De estilo alpino, le dicen la pequeña Kyoto. En el pasado fue una ciudad de granjeros, artesanos y mercaderes y poseía vínculos comerciales en el Siglo XVII con el shogunato de Tokugawa. El encanto de este lugar reside en las preservadas casas hechas de cipreses, las cuales no se destacan por su altura ya que procuraban no ofender a sus señores samuráis.
Era lo que precisaba luego de la hiperkinética Tokyo (disculpen pero adoro escribir Tokyo y Kyoto con “y”, me resulta muy canchero). Pude recorrer la ciudad sin aglomeramientos disfrutando del histórico casco urbano. No hubo más tormentas, sino un sol pleno y primaveral que derretía la nieve de los tejados. Estuve en el Takayama Jinya, construcción del XVII, el cual funcionaba como edificio sede del gobierno. Hube de quitarme los zapatos y estrené mis impecables medias para la ocasión. Mientras caminaba sobre los tatami, sin turistas a mi alrededor, sentí ese silencio de la historia que te transporta a otras épocas. Como todo espacio japonés se encontraba despojado, con lo mínimo indispensable para su funcionamiento. Japón no le teme al vacío. Me senté en una de las salidas que daba al jardín y vi un camino de piedras irregulares que lo atravesaban. Había unos arces con brotes, un espejo de agua y… dos neerlandeses hablando en ese idioma tan feo que tienen.
El último día de mi estadía decidí hacer todo. Ir al mercado matinal y comprarme unos bocadillos de carne de “hida” (tipo de carne vacuna delicioso) y hacer un picnic junto al río. La comida la bajé con sake, bebida típica por estos lares. Pero la posta, entre nos, vení acercate a la pantalla que te digo algo en secreto, dale vení: “Está sobreestimado”.

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Me fui para Nagoya en colectivo bien temprano gracias a la amabilidad del dueño del hostel quien en una especie de kangoo me acercó a la estación. Copado mal. ¿O fue tatemae? O realmente lo sintió (“honne”). Nunca lo sabré.
Nagoya me recibió primaveral. Es la cuarta ciudad en importancia en este país y tiene cositas lindas. Tampoco es guao. Me lo confirmó un joven trans rumano que me abrió en el hostel debido a la ausencia momentánea del dueño. “It’s a grey city”. Y en una mezcla de inglés, rumano y castellano me recomendó un par de lugares. Además, me explicó que investiga para una beca sobre trabajadoras sexuales en el lejano Oriente.
Me hice amigo de una mujer llamada Cassandra, china pero que reside en Hong Kong como traductora. Recorrimos la ciudad de día y de noche. No hay zonas “complicadas / peligrosas”, ya que el principal delito es el robo de bicicletas y de paraguas. Sí, paraguas. Es el equivalente a robarse en una fiesta un encendedor o destapador. Cuestan tres dólares y en todo museo, oficina, restaurant hay un lugar para guardar tu paraguas con candado debido al terrible flagelo.

A Cassandra le encantaba caminar, típico de la gente de China, por ende sufrí 10 km de caminata. Primero hasta al Museo de jarrones antiguos de cerámica (le digo no a los jarrones, no sé, no puedo conectar. Diría que arte es toda actividad que no incluya jarrones) y luego hasta el Museo de Arte de Tokugawa. Debo decir que amo ir a los museos: poca gente, aire fresco y lugar donde sentarse. Encima en este había una muestra de armaduras, ¡katanas de hasta diez metros!, y antiguos pergaminos del Siglo XII. Uno de ellos era muy extenso y contenía un poema e imágenes que lo ilustraban. Era una especie de fábula protagonizada por pájaros que sufrían la muerte de uno de sus hijos. Las imágenes apenas ocupaban espacio en la hoja, lo mismo que los versos. El resto, un gran espacio color sepia. Daba aire. Daba vida.
Como cierre, el clásico jardín en las afueras del museo, con su espejo de agua y un puente de madera surcándolo. Ciruelos, cerezos y durazneros abriendo sus flores y en mi mano un baumkuchen listo para ser disfrutado.
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