De Mar del Plata a Japón: el diario de viaje del @hombrebarrenador
Alejandro Frenkel sigue su aventura por la otra punta del mundo. De la desilusión del karaoke a experiencias cada vez más sensoriales.
Encuentro por fin asiento en el subte que va desde Asakusa Line hasta a Taito. El mito que sostiene que en los metros nadie habla se cumple: todos leyendo mangas en sus iphones o en libros. Mujeres de sesenta años, adolescentes, adultos de traje. El manga ofrece una temática tan amplia que nadie puede escapar: terror, drama, erótica, romance. Excepto el niño que está a mi lado. Tiene el uniforme azul marino impecable. Me observa con su rostro redondo y sus dientes de conejo. Se corre el flequillo que le cubre la frente y noto que tiene algo inscripto: “Dejemos de pensar contra el vacío y despertemos en él”.
-¿Te gustan los Babasónicos? Le pregunto.
Los días en la segunda semana en Tokio son frenéticos y confusos. También extenuantes. Duermo poco y mal. Me duermo y despierto en horarios insólitos. La cama es pequeña, las diez personas se turnan para roncar y el tren que pasa a escasos metros se conjugan para que no termine nunca de entender si estoy despierto o si estoy en una película de Gaspar Noé (medio exagerado ¿no?). Mi cerebro se va cocinando en una olla con caldo en modo puchero y se vuelve incapaz de procesar lo que me hablan. Me cansa tratar de entender el inglés y el japonés las 24 horas. Encima cada día vienen huéspedes nuevos con los que debo presentarme. Al principio decía la verdad, luego la empecé a adornar y por último, soy Miguel Vargas, rosarino y arqueólogo especialista en la cultura quechua. ¿Cuántas chances hay de ir caminando, toparse con restos de una cultura antigua y que alguien grite: hay un arqueólogo en la zona por favor?
Abro los ojos y un alemán me dice “hurry up”. “Te estábamos esperando” me reta un australiano de nombre Wes. Me había olvidado por completo que saldríamos de caravana al karaoke el sábado por la noche. Alguien aplaude, y sin percibir la transición ya estamos en una de las actividades principales de entretenimiento del Japón. Al que vamos queda en un sexto piso de un edificio cercano. Detrás del mostrador un japonés de unos 50 años nos atiende. Una de las chicas del grupo, que parece el doble de Moana le pide una hamburguesa sin salsa. En un inglés con acento de Indonesia (ella dice “indoneisha”) le explica que le hace mal. Encima el empleado entra en cortocircuito ya que el tatemae lo obliga a evitar los conflictos y complacer, pero al mismo tiempo la sumisión laboral pesa. Finalmente se disculpa con cuatro “sumimasen” y hace un gesto de que no puede hacer nada. El tatemae posee un gran peso en la cultura japonesa. Esta idea del confusionimo exhorta a la armonía en todos sus órdenes respetando al otro a toda costa. Pero esto se traduce en la dificultad para decir no en las interacciones sociales. Armonía y amabilidad ante todo. No hay discusiones de tránsito, nadie pone música en el micro, mucho sumimasen, kudasai y reverencias (ya los cronistas portugueses del 1600 registraron que se valoraban la ambigüedad y el equívoco en la comunicación por sobre la frontalidad Occidental).

Esta máscara social, este lubricante de las relaciones me pega mal. Nunca termino de entender si el otro es copado o no, si está de acuerdo. Paranoico mal.
Luego del error de la matrix, el empleado nos conduce por un pasillo lleno de cuartos de 2.5 x 2.5. El nuestro tiene dos bancos enfrentados y un televisor de 30 pulgadas donde aparecen las letras de las canciones. Plomo mal. Los temas que van eligiendo son de Rammstein a Katy Perry, de Bruno Mars a Rhianna. ¿En qué momento me pareció buena idea ir a un karaoke? ¿Cuándo Dios? El aire escasea, todo herméticamente cerrado, y yo que me quiero hacer el Bill Murray de Perdidos en Tokio, y soy Francella de cabotaje. Como ven mi cara de aburrimiento, me animan para que cante algo. Arranco con It’s my life de Bon Jovi. Al principio busco hacer una versión sosegada, pero a medida que transcurre la canción me voy cebando al punto que me subo al sillón agitando los brazos. Sí, IT’S MY LIFE!!!!! Come on everybody, vocifero. Moana me mira con cara rara, el australiano me grita “more Messi” y Eduardo, un guatemalteco que está con nosotros, me toma del hombro y me aconseja “calm down señor”, pero yo no me calmdoneo nada, ¡esto es rock! Sin querer con mis piernas largas tiro un vaso de cerveza y mancho el jean de una alemana llamada Claire. En eso, llega el encargado y súper amable casi él disculpándose, me explica que no se puede tirar las cervezas ni subirse a los sillones. Me inclino y murmuro dos avergonzados y sentidos “sumimasen kudasai”. Me refriego los ojos y ya no estoy en el karaoke, sino en la monstruosa estación de subte de Shinjuku. Pasan por acá 3.5 millones de personas por día (de los 35 que componen la población de la capital) y es tan grande que hay desde supermercados hasta clubs. Es una ciudad aparte. Hasta los nipones se extravían. Y yo por supuesto. Una hora buscando la salida, desesperante era todo, ni el Google Maps, ni la gente, ni Buda pueden ayudarme.
Grito por dentro y estoy en el barrio bohemio de Koenji viendo ropa vintage y cosas locas, hasta que golpeo mi cabeza contra un dintel no apto para mí y me descubro entrando al teatro en Simokitawa. Una especie de comedia que parece estar protagonizada por la versión oriental de Betiana Blum y Jorge Marrale. No entiendo nada, pero me invento un argumento tremebundo (no me preguntes si fui a ver teatro kabuki, no veo arte muerto). Ni los japoneses cazan una. Es triste, sí. Pero todo termina, al igual que una luciérnaga o un imperio, reza un haiku de Borges.
Cierro los ojos con fuerza y estoy con Wes y un alemán calvo, hippie con OSDE, quienes me invitan a hacer algo que no termino de entender. Como me cansa traducir, decido decir de acá en más, dos yes y un not, en ese orden cada vez que me hablen. Compramos en un Seven Eleven (típico minimarket), varias cervezas y fuimos al centro a ver proyecciones locas sobre un edificio kilométrico. No somos los únicos. De repente entre latas y gritos se arma una hinchada multicultural. Imágenes psicódelicas, Pacmans, anime, y música punchi punchi despiertan mi cerebro puchero. Wow grita el alemán y Wes me dice tres frases que no comprendo, así que digo:
-Yes, yes, no.

Y por eso ya estamos en el área de Shinjuku, el antiguo barrio flotante (se decía en el siglo XVII que flotaba en alcohol) donde mujeres cubiertas con tapados ofrecen en sus carteles mujeres sin tapados. Las pantallas dibujan publicidades que parecen salir de la pared para conectar mi cerebro a un iPhone ultrasónico, pero soy salvado por cuatro kartings que pasan a toda velocidad con conductores disfrazados de Pickachu. “Hey, hey men” nos abordan unos ghaneses corpulentos. Nos ofrecen marihuana, coca y pastillas. “I have a van there men”. Levanto mi cabeza y estoy comiendo voraz yakisoba en un restaurante bien popular. Dentro se puede fumar, y te dan perchas para colgar los abrigos en la pared. Mis compañeros se ponen a hablar de cripto monedas y entre risas alcanzo a entender que el alemán estuvo a punto de invertir en Libra. “It was your fault” adivino que acusa entre risas. Y como soy judío me agarra culpa. “Sumimasen” le digo e inclino la cabeza pero siento que nunca alcanzará (tres veces fuimos a votar, tres). “Here”, grita Wes y nos abrimos paso entre una multitud de familias, vendedores, cantantes callejeros, hombres animados ofreciendo quién sabe qué y freaky boys que estuvieron en algún maid café donde por un puñado de yenes conseguís que una japonesa disfrazada de sirvienta victoriana te cachetee. Nos metemos en un edificio y en el cuarto piso hay un bar medio cutre de reggae. Entran como mucho cinco personas. Tomamos algo hasta que nos aburrimos de la cadencia de yameica y nos vamos a otro bar que está en un callejón y tiene como santo y seña una chochin (lámpara roja de papel) suspendida en el aire. Ahí conozco a Harumi, una bella travesti de San Pablo. Me cuenta que como muchos brasileros trabaja en una fábrica. En Japón “no se goza” me dice. Todos viven solos. La bajísima tasa de natalidad lo confirma. También los suicidios reiterados. Japón necesita mano de obra (¿barata?) y trae sangre nueva para que la máquina siga funcionando, me explica.
Cuando voy al baño, ya cansado y transpirado descubro que el cubículo está ocupado. Se abre la puerta y es el niño del subte.
-Babasónicos ga suki desu, me responde
Necesito irme de Tokio. Acá no está el vacío.
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