El tigre “dientes de sable” del Pleistoceno, vecino de Miramar
La paleontología en su vertiente argentina tiene –además de bestias portentosas– una larga historia de contubernios entre los vivos y los muertos, entre las imágenes, los huesos y la carne, entre las idas y las vueltas de los papeles, las citas y las cosas. Los arroyos y la costa atlántica bonaerenses – ya lo sabía Arturo Carrera– guardan un botín inacabable de alfabetos y catástrofes que, no por nada, atrae por igual a los paleontólogos, a los cronistas y a los poetas. El último en salir a la luz: las huellas fósiles de un félido de gran porte, descubiertas en septiembre de 2015 por el personal del Museo Municipal Punta Hermengo de Miramar. Se acaba de determinar que las huellas fósiles de este animal, que vivió en el Pleistoceno (edad geológica que se extiende desde hace unos 2 millones de años hasta hace unos 10.000 años), son similares a las del llamado tigre “dientes de sable”.
Las huellas halladas del tigre dientes de sable (smilodon populator). Museo Municipal Punta Hermengo.
Las improntas de las almohadillas de los pies de un gato. Huellas, nada más, pero de unos 19 centímetros de diámetro, las primeras que se descubren en el mundo y la base para definir a esa nueva especie que, hace poco, se presentó como Felipeda miramarensis, los pies del félido de Miramar, el tigre dientes de sable. Uno de esos animales de 300 kilos cuyo esqueleto y caninos extremadamente desarrollados admiró Sarmiento, comparándolo con el león de Hércules y que, hoy, con su piel en yeso, franquea la entrada del Museo de La Plata.
Fue uno de los tantos habitantes del Pleistoceno que, ese día, tonteaba por ahí, y a sus espaldas, la arena grabó sus pasos. Tal vez fuera una joven hembra, la cual, hipnotizada por el mar, se acercó para luego continuar, feliz, cazando a cuanto herbívoro se le cruzara en los pajonales y así, hasta que, otro día, sin pensarlo, la muerte la alcanzó, ya vieja, rodeada de su prole y de los carroñeros que se la devoraron en menos que canta un gallo. Sus huesos –cualquiera haya sido el destino de esos machos o de esa madre– desaparecieron en los sedimentos de la pampa. O no. Quizás ya estén, hace siglos, en un museo, ignorantes del hallazgo de esas marcas de cuando aún estaban vivos y se reproducían, sin reflexionar en el futuro que los borraría del planeta.
Los Felipeda de Miramar, en realidad, son un icno-tipo, una entidad zoológica creada a partir de los restos de la actividad fosilizada de un organismo, como una cueva, un capullo, un paseo. Sombras, nada más. Abandonadas a la vera del camino mientras la vida del individuo, por lo general, continuaba. Las icno-especies no tienen osamenta. Eso le pertenece a las verdaderas, a los géneros creados en base al cuerpo muerto: el esqueleto o sus partes, un fémur, un molar, una hoja. A ellos, además, se les adjudica el nombre del presunto ente que generó esas marcas pero, las marcas, son otra cosa y tienen identidad propia. En el caso de Felipeda, el candidato a llevarse la responsabilidad es un félido del género Smilodon, de la subfamilia de los maquerodontinos que, vale aclarar, a pesar de su nombre de pila, poco o nada se relacionan con los felinos actuales. El tigre dientes de sable, dicho de otra manera, no es un gato aunque, cuando se lo describió por primera vez, allá, en el siglo XIX, muchos creyeron que era un oso. Hasta que las pampas y las cuevas del Brasil vinieron al rescate.
En 1845 Francisco X. Muñiz (1795-1871), médico de policía del Departamento del Centro de la Provincia, publicaba en la Gaceta Mercantil de Buenos Aires el hallazgo de un nuevo cuadrúpedo fósil: un león antediluviano al cual le daba su apellido. Con este gesto, ajeno a las reglas de la caballerosidad científica, surgía Muñifelis Bonaerensis, una especie de dientes ganchosos y agudos, índice de su ferocidad devastadora. El león estaba casi entero, en sus formas adulta y juvenil.
En los primeros meses de 1847, Charles Darwin le escribía a Richard Owen: Muñiz les ofrecía su creación. Darwin celebraba al primer carnívoro fósil de las pampas, convencido que se trataba de un espécimen completo de Machairodus, un género de animales extinguidos establecido por Johann Kaup en 1833 a partir de unos caninos largos, curvos, comprimidos y de bordes aserrados hallados, sueltos, en Italia, Alemania, Francia e Inglaterra. En Francia, Cuvier los había atribuido a una especie de oso. Kaup, sin embargo, había señalado que se asemejaban a los dientes de Megalosaurus, el gran lagarto fósil definido en 1824. Otros, muy pocos, sostuvieron que se trataba de un felino y no faltó quien se los adjudicara a un ciervo almizclero.
En 1846, Owen descartaba la naturaleza reptil del género pero solo dio con la evidencia de las afinidades felinas de Machairodus gracias a los restos llegados del Himalaya: la mandíbula superior izquierda, con la primera dentición in situ y caninos similares a los de los yacimientos europeos. Para 1846, Owen incorporaba Machairodusa la familia de los félidos, separado de Felis, el género de los gatos. La carta de Muñiz ayudaba a darle sostén a los dientes y a la idea de que Machairodus se trataba de un félido de la época terciaria. Hoy nos recuerda que las bestias extinguidas se componían gracias a los fragmentos procedentes de los puntos más distantes del planeta, conectados por las rutas del imperio y del comercio inglés.
En 1857 Muñiz donaría sus fósiles al Museo Público donde Muñifelis quedaría como monumento a una época sepultada. Machairodus, como forma sudamericana, tampoco sobreviviría: poco tiempo después aparecería el nombre Smilodon, definido por Peter Lund en el Brasil. Con ese apelativo, Enrique González Tuñón, en 1927 creó a su Smilodon escéptico: un esqueleto del Museo de La Plata que, no sin razón, descree de su existencia y se piensa, en cambio, como una mentira piadosa del paleontólogo que lo inventó: “Creo que un Smilodón tiene tanto derecho a hacer filosofía como cualquier profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, cuyo esqueleto bien podría merecer el honor de convivir con nosotros…. Y aún así, aceptando que pertenezca a la familia de los Félidos, se enciende en mí otra duda: ¿habrá colocado cada hueso en su lugar correspondiente? Y los huesos… ¿pertenecen todos a mi esqueleto?”.
Dudas, nada más.
Allí está –además de la paleontología– la icnología, una disciplina dedicada al estudio de las huellas y de la identificación de las realidades que les dieron forma. Microscopios, aparatos fotográficos, experimentos tratando de responder a la vieja pregunta de si es posible que las marcas dejadas en los materiales –piedra, arena, arenisca– puedan remitir a una única cosa, a la fuente prístina de su origen.
Los prehistoriadores y los paleontólogos han creído en ello. Para los poetas como Carrera, lejos de la seguridad inestable de las hipótesis científicas, las huellas marcan la ausencia, la sospechosa memoria de la traza y de los medios inventados por la ciencia para evitar que el mar de la historia se las trague. O las tape, con las huellas de las generaciones futuras. Porque, a fin de cuentas, allí donde él y tantos otros niños corrieron y seguirán corriendo, junto a sus madres, sus tías y abuelas, el océano, escribe la historia del mundo. Indicios incompletos, que sirven para reconocer el todo a partir de la traza, de las lagunas, del vacío y de las huellas en la arena, quizás esas mismas que –parafraseando el final de Las palabras y las cosas de Michel Foucault– crearon la ilusión de la realidad del sujeto.
https://arqueologialaplata.academia.edu/IrinaPodgorny
Fuente: Clarín