Los contrastes de La Zulema, un barrio que “no existía en el mapa” de Mar del Plata
Por Juana Martí
En el fondo del barrio Libertad, pegado al campo, viven Ramona y Jorge junto a sus hijos. Y todos los vecinos del barrio La Zulema.
“Nosotros no existíamos en el mapa”, dice Ramona sobre su barrio, vivo como todos, pero borrado. “Ahora sí, pero no tenemos agua ni gas ni luz”. No, no era solo del mapa.
Ella vino desde Oberá a Mar del Plata con su pareja, Jorge, en 2007, y se instalaron en el barrio La Zulema, donde “levantaron” ellos mismos su casa.
“Por calle Carillo ya había familias viviendo, pero por Nicaragua y Maipú, no. Llegaron más después. En su momento no había cloacas. Después de un tiempo que ya estaban las casas, las pusieron”, cuenta a El Marplatense mientras toma de su mate misionero.
Nadie del barrio tiene instalación de agua en su casa: “Tenemos porque los vecinos nos cedieron una llave de paso”. Presentaron notas, pero nunca obtuvieron respuesta. “Es gracioso, porque hay cloacas pero no agua”, expresa.
“Es todo un tema. En verano, cuando todos conectan, y muchos tienen pileta, empiezan a cargar y el que vive en la última casa no tiene agua, directamente”, apunta.
Ningún gobierno municipal les dio una solución. Pasaron los años, idas de reclamos, denuncias, pero sin vueltas.
En cuanto a las calles, de barro y poceadas, Ramona cuenta que las arreglan antes de la avenida Libertad, pero para donde están ellos, no. Parece como si una sola calle los dividiera de los mismos derechos básicos de todos.
“Los mismos vecinos sacaron un eucalipto por el que decían que no podía pasar la máquina. Estos días arreglaron en la avenida Libertad y Jorge habló para ver si podían venir para acá, pero dijeron que no pueden hacer nada si el municipio no les dice que arreglen Nicaragua al fondo, por ejemplo”, expone.
Además, manifiesta que la gente tira basura y se inunda.
¿Internet?, tampoco llega. Y no es un tema menor en tiempos de pandemia. “Hubo chicos que no pudieron seguir estudiando”, contesta sobre cómo llevaron adelante la escuela de forma virtual los niños y adolescentes del barrio.
“A veces, cuando tenemos plata, cargamos el celular. Pero no hay cobertura, solo hasta la esquina de Libertad, de ahí para acá, es como te digo, no existimos”, reafirma.
Sobre la inseguridad, Ramona dice que “siempre fue más peleas entre vecinos”. “En un momento, era un desastre: había tiroteos, robos entre el mismo barrio. Pero ahora está más tranquilo. Los chicos crecieron y ya son mayores de edad. Si llegan a caer presos, tienen que cumplir”, señala.
Sin embargo, “presencia policial no hay”, dice y sentencia: “Acá te podés estar muriendo y cuando te entierran, por ahí aparecen”.
“Con el virus ahora dan algunas vueltas, pero poco. Si llamás, tampoco vienen. Cuando estaba la fase 1, hubo veces de muchos chicos juntados en la esquina, como 20 pibes, y llamamos y nunca aparecieron”, explica.
Otro problema que persiste es la falta de luminarias. “Hay cuadras sin luz. En la garita de colectivo es un peligro total. Se rompen los focos y ahí no hay nada, está el descampado. Para el que trabaja de noche es un riesgo”, menciona con pesar.
Ramona enumera las problemáticas y, aunque se suele romantizar que, tal como ella dice, “todo lo que tengo, lo tengo con sacrificio”, tener agua, luz y la posibilidad de acceder a internet, no debería serlo
Una calle por donde pueda pasar el basurero y los perros del barrio -“que hay más que gente”- no hagan “desastres”, tal como indica Ramona.
Una calle por donde los chicos puedan jugar teniendo la libertad completa de correr sin tropezarse, aunque, dejaron en evidencia, que correr y divertirse, lo hacen igual.
LADO B
Mientras Ramona exponía los obstáculos del barrio, contó los inicios del “merendero”, ubicado en un espacio lindero a su casa.
“Nosotros siempre fuimos a la Iglesia y una hermana hacía acá en casa una escuelita barrial. No recuerdo cómo contactó a Flopy, y empezaron a venir, y se quedaron. La hermana no podía seguir y continuaron los chicos. La Tatu (una de sus hijas) era bebé, hace 6 o 7 años”, comienza.
Cuando dice “Flopy”, “los chicos”, se refiere a los voluntarios de “Nada es Imposible”. “Ellos para mí son como una familia más. Primero uno los ve diferentes, pero no, son más humildes que nosotros. A veces uno se confunde entre la vestimenta y cómo son las personas. Miramos lo de afuera y no lo de adentro. Y la verdad que lo que hacen esos chicos, ni nosotros quizás lo haríamos”, transmite.
“Con ellos aprendimos mucho. Es eso, aprender, ver la humildad, realmente. 40 chicos venían acá cuando empezamos, y después en el merendero”, relata.
El espacio donde se armó, fue construido entre los voluntarios y los vecinos del barrio. Cada ladrillo, uno por uno, puesto con el amor de iniciar un sueño.
“La “juegoteca” empezó en lo de Ramona. Al lado vivía Dominga, y nos ofreció el espacio para que construyamos el lugar y que ella pudiera quedarse viviendo ahí y quedase también la juegoteca. Eso es lo que pasó. Logramos que todo el barrio se una para construirlo”, cuenta Ariel Adera, uno de los referentes de Nada es Imposible.
“La mayoría de los muebles salieron de un banco que se mudó. Después se hizo una función de una obra de teatro de Nazarena Vélez, que fue para juntar plata para la juegoteca. Y de ahí a un acopio para tener los materiales para construir”, recorre sobre años atrás Ariel. Y agrega: “Todo lo que nos proponemos lo conseguimos, y tiene que ver con que no pedimos cualquier cosa ni lo hacemos siempre”.
Desde ese entonces, cada sábado, los chicos de Nada es Imposible y los del barrio, se juntan en la juegoteca, o merendero, para disfrutar. Apoyo escolar, taller de teatro, de cocina, y juegos, sobre todo eso: jugar. Porque “a través del juego se aprende”, pregonan.
La pandemia los frenó, como a todos, y el barrio lo siente: “Cuando no vienen para los nenes es un mundo. Se los extraña, es como si faltase algo”, expresa Ramona.
Ariel recordó que, al inicio de la juegoteca, “los chicos tenían una visión muy acotada del potencial que tenían”. “Hoy quieren ser enfermeros, arquitectos, periodistas. Hay chicos que ya son grandes, que están en arquitectura”, cuenta con entusiasmo.
Y ejemplifica: “En un documental que hicimos lo dice Lorena (una de las madres): “Ellos los ven y quieren ser como ustedes”. Cuando le escribimos para el día del niño para ir la semana siguiente, nos contó que estaba haciendo regalos para los chicos del barrio. Y nos dijo: lo aprendí de ustedes”, expone.
“Cuando tratás a alguien bien, con amor, y sos sincero, transformás la realidad. Eso es, que los nenes se sepan capaces de cambiar su realidad. Empoderarlos a ellos y a sus mamás, que sepan que pueden, y no darles cosas materiales directamente, sino siempre buscar una vueltita”, plantea Ariel.
“Generamos vínculos. Y eso es con tiempo y amor. Ahí se da a conocer lo que le pasa al pibe. Se trata de fortalecer ese lazo, de hacerlo bien personal y con compromiso”, significa.
“Ayudar incomoda, porque no es dar lo que sobra, sino lo mejor que tengas”, concluye.
Recorriendo el barrio, llegamos con Ramona a “la canchita”. El día era gris, pero los colores resaltaban con los chicos corriendo sobre ella, haciendo la vertical, pasándose la pelota.
Entre el descuido y la desidia para escuchar las necesidades de un barrio, está la otra parte. El lado b que también se debe visibilizar. La identidad del barrio La Zulema es el esfuerzo, el amor, los chicos en la juegoteca, pero de igual manera, la frontera que los ha dividido.
La emergencia de ser dejados a un lado cala hondo también.