El dilema de la elección
No les extrañará saber, atendiendo a todo cuanto ignoramos, que escondido en un pliegue invisible de nuestro espacio-tiempo existe un país desconocido cuyo nombre no es que quiera olvidar sino que simplemente desconozco y que al caso resulta irrelevante. Lo importante, lo que tienen ustedes que saber de este país, es que antaño sus ciudadanos -igual de guapos que nosotros- tenían una dieta basada en una muy variada y saludable cantidad de alimentos. Todos ellos vivían felices porque gozaban de la libertad de quien elige qué comer sin que nadie le ponga un menú sobre la mesa. Hablamos de una sociedad evolucionada que cosechaba sus verduras, sus legumbres, administraba el ganado, compartía, comerciaba con dinero, y trocaba también, por ejemplificar, una pastafrola por una lasaña o un par de empanadas por una pinta de cerveza artesana.
Y así vivieron hasta que un día, por obra y gracia de un sujeto sagaz llamado Don Burgo, toda esa felicidad se desvaneció en pos de la comodidad. Don Burgo era un señor mayor, aunque muy bien conservado, con una idea clara en la cabeza: ahorrarle a la gente el duro trabajo de cocinar e incluso hasta de pensar en ello. Una empresa encomiable, dirán algunos, si no tenemos en cuenta que a Don Burgo lo movía un ánimo de control y poder. Con ese objetivo, el viejo astuto mandó a construir diez locales bien repartidos a lo largo de la ciudad capital, y en ellos montó diez hamburgueserías: los primeros locales de comida rápida que conocía la gente de ese país.
Carente de ánimo narcisista y con una finalidad bien definida, Don Burgo renegó de bautizar a cualquiera de las tiendas con su nombre. ¡No, amigos! Él tenía otro plan. Utilizó a diez apoderados para que dirigiesen, cada uno de ellos, uno de sus locales. Así las diez tiendas de Don Burgo acabaron teniendo diez nombres diferentes con el que empezaron a competir entre sí para ver quién alcanzaba el mayor número de clientes.
Al cabo del primer año cada tienda no solo tenía una clientela relativamente fija (con algún que otro indeciso que iba picando de flor en flor) sino personas que se identificaban con la marca. Ustedes me entenderán: ¿Quién no ha dicho alguna vez “yo SOY más de este producto que de aquel otro” en lugar de decir “yo prefiero tal o cual producto”? En fin… Por aquel entonces no era extraño ver por la calle personas discutiendo sobre cuál de las diez hamburgueserías era mejor o peor; discusiones amistosas, digamos, pero que de a poco fueron consolidando las marcas.
Pasados diez años, de las diez hamburgueserías tres cerraron por falta de clientes, cinco vieron reducida su actividad en un 60%, y las otras dos restantes absorbieron a todos los consumidores que perdieron sus competidoras. Dieciocho meses después el 88% de los ciudadanos de la localidad llegaron a identificarse, a partes iguales, con una de las dos grandes hamburgueserías que dominaban el mercado de la comida rápida, un 2% repartía sus simpatías entre las marcas menos populares y el 10% restante eran personas indecisas cuyo comportamiento veleidoso resultaba fundamental para que, al final de cada año, una de las dos grandes marcas se alzase como la vencedora de la temporada. En este punto las discusiones del pueblo sobre cuál de los dos gigantes era el mejor había subido de tono hasta el punto en que familiares -que otrora se reunían a comer hamburguesas juntos- dejaron de hacerlo, ¡claro!, porque para entonces las lealtades estaban tan divididas que era mejor que cada cual se aislase a comer, solito con su sombra, la hamburguesa de su preferencia.
A todo esto Don Burgo estaba pletórico. A él le daba igual cuál de sus locales ganase la batalla anual. Le importaba un rábano que las familias ya no se reuniesen a comer juntas. ¿Por qué iba a importarle si con cualquier elección acababan escogiéndole a él? El único trabajo del viejo consistía en mantener la pelea de sus tiendas en alza, cuidar que sus locales menos rentables nunca desaparecieran del todo como les pasó a los tres del comienzo (ya que de tanto en tanto le servían para aliviar tensiones), y que sus dos grandes marcas mantuviesen siempre esa competencia relativamente equilibrada que provocaba en el pueblo la ilusión de que estaban eligiendo. Por ello Don Burgo prestaba especial atención a ese 10% de indecisos a los que, con información privilegiada y un poco de picardía, conseguía manipular cada año para que se inclinase en una de las dos direcciones (variaba entre una y la otra) que a él le interesaba con el fin de mantener en equilibrio su sistema y evitar así que a algún otro Don Loquefuera se le ocurriese invertir en el mismo mercado.
Hagamos una breve pausa reflexiva. Díganme… Desde esta perspectiva ¿qué opinión les merece a ustedes estos fanáticos de las hamburguesas? ¿Vos, en particular, que hubieras hecho en esa situación?
Con el tiempo algunos ciudadanos del país (las tiendas ya tenían franquicias en todo el territorio nacional) llegaron a sospechar (y digo sospechar porque nadie había escuchado jamás hablar de un tal Don Burgo) que en este juego de elección tenía que existir, por fuerza, un maestro de marionetas moviendo los hilos. De otra manera el sistema habría colapsado hace tiempo en cualquiera de las dos direcciones, o la atención se hubiese repartido de forma más natural y equitativa entre las diez opciones originales. Quién sabe si no hubieran surgido, tal vez, nuevos locales cuyo capital no tuviese absolutamente nada que ver con el capital del sospechado Don Burgo.
De los pocos pensadores, un par de ellos se afanaron en gritar a los cuatro vientos sus sospechas para que el resto del país pudiera oírlas. Y fueron escuchadas, ¡vaya que sí! Quitando a los cuatro mentecatos que descartaron la teoría porque su coeficiente intelectual estaba a la altura de un ficus de plástico, el resto asintió con la cabeza a la teoría conspiratoria de los dos pensadores. ¿Había llegado por fin la hora del cambio? Se preguntó el más optimista y menos listo de los dos sabios. El otro negó con la cabeza y se sonrío con tristeza para sus adentros…
A las dos semanas de que el mensaje conspiratorio circulara por las calles y entre las bocas del pueblo, se produjo un fenómeno que conseguiría que todos olvidasen el grave asunto que acababan de descubrir -el tema del titiritero que los manipulaba- y empezaran una vez más a pelearse ya no en nombre de las hamburgueserías -que también- sino de la propia hamburguesa, que a estas alturas era como la vida misma, el único alimento que cabía en la mente y los estómagos de la gente que ya no concebía otro tipo de comida, y en algunos casos ni siquiera la recordaba.
Y he aquí el gran fenómeno que consiguió que todos volvieran a dividirse: resulta que una de las dos grandes hamburgueserías -cuya sede central estaba en el lado izquierdo de la ciudad capital- empezó a vender la mitad de sus hamburguesas a precio de coste y a regalar la otra mitad a personas sin ingresos. ¡Como lo oyen, señoras y señores! ¡HAMBURGUESAS GRATIS!
Lógicamente, para mantener esta gran “promoción” las hamburguesas no podían estar hechas de carne carne sino más bien de carne procesada por los intestinos de un animal, lo que en lenguaje ordinario se conoce como “caca”. Pero que nadie se asquee. La diferencia no se notaba tanto como uno esperaría. Es verdad que alguien se encontraba, de tanto en tanto, algún tropezón a medio digerir, pero la cantidad de condimentos que llevaba la hamburguesa de caca (los CONDIMENTOS son esenciales) eran tan buenos que la hacían absolutamente digerible, al menos, para un 44% de la población. El otro 44% de la gente, los autoproclamados “inteligentes”, se dieron cuenta enseguida de que las hamburguesas gratis acabarían afectando, más no fuera a la larga, a la salud de la población. Entonces se mantuvieron fieles a su hamburguesería de siempre -con sede en el lado derecho de la ciudad- que ahora, y al notar que un 44% de la población rechazaba de pleno las hamburguesas de mala calidad, decidió valorar su producto al triple de su precio original. Así los autoproclamados inteligentes del pueblo acabaron hipotecando hasta a sus abuelas para mostrar su apoyo incondicional a la única hamburguesería que parecía tener sentido común en el país. Se imaginarán que muchos hubieron de trabajar el triple para poder hacer frente a la carga de comprar hamburguesas tres veces más caras.
Ahora sí, definitivamente, el pueblo se había dividido en dos: por un lado estaban los seguidores de la hamburguesería social (como empezaron a llamar a la que tenía sede en el lado izquierdo) y por el otro los de la hamburguesería conservadora (con sede en el otro extremo). De los primeros se podían destacar dos tipos diferentes de seguidores: en un costado estaban los buenos trabajadores que realmente creían en el ideal de “alimento para todos” como derecho fundamental (¡eh!, que no se había confirmado al cien por cien que esas hamburguesas estuvieran hechas de caca, y además ahora venían con doble de queso -no querrán ustedes saber lo que era en realidad-), y en el otro lado sencillamente estaban los vagos que con tal de no trabajar les daba igual comer heces que reses. Entre los prosélitos de la hamburguesería conservadora también había dos clases de partidarios: los buenos trabajadores que se rompían el lomo trabajando en su afán de comer carne de la buena (no sabían que en realidad la carne nunca fue de vaca vaca sino de perros grandes), y los electores más adinerados que si bien también compraban las hamburguesas al triple de su costo real, consiguieron compensarlo explotando a sus propios empleados y aumentando el precio de sus productos y servicios. ¿Y cómo se solucionó el conflicto? ¡Me extraña que lo pregunten, amigos! No se solucionó en absoluto. Los buenos trabajadores de un lado y del otro (los únicos con verdadero motivo de queja), decidieron culpar de sus miserias al bando contrario en lugar de quejarse a sus hamburgueserías amigas (que ya eran parte de su identidad) por la mala calidad de unos o el precio abusivo de los otros.
¿Y qué hacía Don Burgo mientras tanto? Lo mismo que venía haciendo desde que montó su empresa, porque aunque tenía una hamburguesería sin producir apenas ingresos (todo en su afán de ganar la batalla anual por número de clientes) tenía a la otra vendiendo su material por el triple de precio. Aquí lo importante era que a nadie se le ocurriese volver a pensar en verduras, pescado o legumbres, ¡que nadie pensara en cocinar!, sino que siguieran creyendo que su única y mejor opción de alimento eran las hamburguesas o, para ser más específico, las hamburguesas de Don Burgo.
Y colorín colorado… espabílense de una vez que ya somos grandecitos.
¿Les gustó el relato? Siento no contar con más renglones para explicarles la historia en detalle pero los lectores más despiertos habrán notado lo mucho que esta historia se parece a… ¡Exactamente! ¡Ustedes son gente inteligente! Además a qué podía referir el cuento sino a la franquicia de Star Wars. ¿O pensaban en otra cosa? Yo creo que al escuchar “lado oscuro” a todos se nos viene a la mente el infame Dark Vader (el maniático de la frasecita: “Luke… yo soy tu padre”), y al oír “lado de la luz”, casi por reflejo, imaginamos al gran Luke Skywalker. ¡Qué locura! Lado oscuro… Lado de la luz… Uno en cada mano… ¿Alguno notó que sin importar el lado que elijan todo queda en la misma familia? ¿Lo sabían pero nunca lo pensaron de esa manera? Pues toca abrir los ojos porque ahí afuera hay muchas señales…
Nos vemos por ahí.
Pd: en realidad yo SOY más de Star Trek que de Star Wars.