Omaha Beach: playa del desembarco aliado
El localizador del auto me indicaba que estaba a tres km de mi destino. Conducía por un prolijo camino de dos manos que transcurría entre suaves lomadas y curvas , con un fondo de bajas sierras, y rodeado de una frondosa arboleda, flores y mucho verde, el de la Francia verde. El sol brillaba sin que ninguna nube lo opacara, no había viento y la temperatura era de 22 grados de una mañana ideal que me envolvía en una sensación de profundo bienestar.
Alcancé a ver el mar, banderas que después advertí eran de los Estados Unidos de América, Canadá, Inglaterra y Francia, luego la arena, y en ella un particular monumento de láminas altas de metal.
Descendí del auto y comencé a caminar hacía la larga pasarela que bordea la playa.
Inesperadamente un sentimiento que podía decir nunca había experimentado, comenzó a abordarme. Y bien vale este término.
Emoción, sobrecogimiento, tristeza, angustia y hasta algo de dolor.
Unos cuanto metros me separaban del lugar donde el agua llegaba mansa. No había olas a diferencia de lo que ocurríó el 6 de junio de 1944.
Sin darme cuenta me encontré mirando con ansiedad hacía donde mi visión alcanzaba en dirección a Inglaterrra, hasta lo más lejano del Canal de la Mancha.
Imaginaba a la flota más grande de la historia bélica naval que con siete mil barcos se desplazaba hacía donde yo estaba, llevando a ciento treinta mil hombres a los que se los había preparado para perder el miedo a la muerte, y por consiguiente, el valor a la vida.
Combatientes que al pretender descender hacia tierra firme por la rampa que se abría en las barcazas que los transportaba, eran irremediablemente barridos por el arma con la que contaban sus enemigos, la más letal del momento, la ametralladora MG4, lo que los obligó a tirarse por las bordas muriendo muchos de ellos ahogados por el peso de sus armamentos.
Me di vuelta sin quererlo con mis ojos puestos en las barrancas normandas, pensando que los que lograron sobrevivir habrían pasado a mi costado mientras intentaban parapetarse en alguno de los tres mil setecientos obstáculos defensivos, semejantes a cruces de hierro con alambre de púas, que había diseminado el General alemán Rommel a lo largo del lugar de desembarco del renombrado día D que los aliados en código habían llamado Omaha Beach.
Atrás de estos primeros seguían viniendo otros, mojados, débiles por los vómitos causados por la fuerte marejada, tratando de cumplir con la inhumana estrategia de sofocar la capacidad de disparos con cuerpos humanos.
Finalmente pudieron. Luego de horas de zozobras y de momentos en que parecía imposible lograr el objetivo y que todo había sido un fracasado intento, los primeros soldados estadounidenses, canadienses y británicos, llegaron a la cima luego de eliminar en los bunkers a quienes a su vez habían matado a más de mil de sus compañeros.
También trepé por ese camino en mi comoda mañana de turista, pero en la que se había transformado mi estado de ánimo. Instintivamente al ver la caña de un cañón asomando de la pequeña abertura delantera de un bunker que se hallaba en mi dirección me corrí de lo que hubiera sido su línea de tiro, y rodeándolo entré por la parte trasera.
El arma estaba oxidada y un tanto destruída por el paso del tiempo pero seguía ahí y pude empuñarla mirando por el espacio que hacía de estrecha ventana, tratando de sentir las emociones de quien había estado en mi lugar ese fatídico día, si es que la situación no le había quitado los sentimiento humanos, al ver como a pesar de la cantidad de muertos yacentes en el mar, la playa y la ladera del barranco, algunos ya se aproximaban a su refugio para también acabar con su vida .
Una persona haciendo stand paddle board que vi pasar desde el pequeño boquete por donde asomaba el cañon y que hacía a las veces de mirador me trajo al hoy y términó con mi imaginación. También observé a otras bañándose. No niego que sin ningún derecho me pareció una falta de respeto.
Pero fue el brutal choque de dos realidades vividas en el mismo lugar con diferencia de años, debiendo comprender y valorar que ahora podía observar a personas disfrutando de esa naturaleza que se les daba y la capacidad de superación del ser humano de situaciones atroces.
Ya desde lo alto de los peleados barrancos, ganados por unos y perdidos por otros dando comienzo a la reconquista del territorio continental por parte de los primeros, miré por última en toda su extensión a Omaha Beach.
Bajé lentamente superado por un montón de pensamientos que se me acumulaban de manera desordenada, para dirigirme al llamado “Cementerio Americano”, controlado por las fuerzas armadas de los Estados Unidos de América espacio que les fue cedido por Francia , distante a algunos pocos kilómetros de donde me hallaba, en lo alto y llano de un barranco contiguo.
Luego de pasar la sobria edificación de acceso, me encontré con un césped prolijamente mantenido en un poco más de setenta hectáreas donde resaltaban del verde diez mil cruces blancas, iguales y perfectamente alineadas en dirección a América. Y atrás, entre los árboles que circundaban el sitio, se hacía nuevamente presente el azul del Canal de la Mancha, todo lo que en su conjunto apaciguaba y recomponía mi espíritu.
Me fui con la convicción que quienes por gracia divina no hemos estado en una guerra difícilmente podamos comprender en toda su dimensión el horror de la misma, como en mi caso particular, confieso, haberme dado cuenta que lo mismo me ocurrió con nuestra tragedia de Malvinas, lo que me obligó en ese momento a tomar el compromiso conmigo mismo de ir al Cementerio Argentino en Darwin.